miércoles, 5 de octubre de 2011

TRESCIENTOS SESENTA GRADOS

Fumaba tabaco negro, y tenía una extraña y curiosa costumbre, en cada cierto número de pasos, hacia un giro de trecientos sesenta grados, sobre si mismo. Daba igual el lugar y el momento en que se encontrara.

Por esa época, yo trabajaba en un almacén, muy cerca del bar que él frecuentaba. Todos los días, al pasar frente el bar Mar y sol, es un nombre que me gusta para un bar, son dos palabras con mucha vida, quizá por esa razón, él siempre pasaba horas sentado en su terraza, fumando tabaco negro, y viendo pasar la gente. Nunca escuche su voz, ni logré verlo sin su característico cigarrillo blanco rendido entre sus dedos amarillentos, o su boca agrietada, y dientes carcomidos.
Era alto, con morfología de palo, canoso y con nariz aguileña. Su piel seca y poco tratada, incluso estando tanto tiempo en la terraza del mar y sol, su piel era incapaz de coger ningún tipo de color.
 Sus ojos inexpresivos, apagados por la monotonía, siempre avistando el infinito, en ninguno de los momentos que me crucé con él, pude advertir una mirada cruzada, un abismo de interés por quien se cruzaba por su vida, todas las mañanas, él siempre con su fatigada mirada al horizonte. Creo que se llamaba julio, y parecía que un extractor de muerte, estuviera chupándole la vida, cada día que pasaba, así desde el día que lo vi por primera vez, hasta el día que deje de verle para siempre.
Y las pocas veces que lo vi andar, iba curvado, como si estuviera cargando con un gran peso, o si lo hubiera hecho durante tanto tiempo, que el cuerpo se le pudo deformar, en forma de arco.
Un día, no recuerdo cual, pasé por la terraza del mar y sol, y él, ya no estaba sentado, la cosa no me preocupó mucho, hasta el segundo día, que al pasar, tampoco pude verle. Al día siguiente, salí un poco antes de lo normal de casa, para poder sentarme en la terraza del mar y sol y desayunar tranquilo, no con mí costumbre del desayuno del astronauta, comer de pie. Me pedí, esta vez sentado, mi desayuno de costumbre, el desayuno que solía comer en casa, una buena taza de café, para despertar el día, y una tostada con aceite y sal, cuando el camarero  dejo la comanda sobre la mesa, aproveche para preguntarle, y sacar esa duda transformada en inquietud, que recorría mi mente. – Perdone, sabe un hombre que siempre estaba sentado por aquí en la terraza, un hombre alto, que fuma tabaco negro-, no sabía cómo explicarle mejor. 
Se quedó pensando tan solo unos segundos, -¿el hombre reloj?-, contesto. 
 -¿el hombre reloj?-, conteste yo,  mirándole con cara extraña. 
– si el hombre que giraba como si fuera una aguja de reloj sobre si mismo, es un apodo cariñoso que le pusimos los camareros-. 
 –si ese, ¿sabe algo de él?, hace tiempo que no lo veo -.
– ¿No se ha enterado?,-su cara se transformó en algo que no quería ser dicho, - pues el otro día le atropelló un coche aquí mismo, en esa esquina de ahí. Por lo visto cruzaba por el paso de cebra, cuando comenzó a hacer un de sus giros de trescientos sesenta grados, y el coche dobló la esquina rápidamente, y justo él estaba en las seis con respecto al coche, y no pudo percatarse de él, hasta que ya estaba sobre el capó-.

No hay comentarios:

Publicar un comentario