lunes, 24 de octubre de 2011

"BABY BLUE" parte.1


Las gotas caían, y la gente corría a resguardarse a cualquier sitio que pudiera ocultarles. Era un día gris, y la playa carecía de vida, solo un hombre con chubasquero y una caña de pescar, llenaba la playa de vida. Las finas gotas de agua empapaban las banderas que ondeaban, avisando de un malestar general. Las barcas se mecían sobre aguas turbias, hoy no es día de salir a la mar. 

Yo caminaba por el paseo, no tenía nada mejor que hacer, estaba viajando y no pensaba desperdiciar el tiempo que me quedaba en ese lugar escondido. El paseo era como cualquier otro, una orilla de cemento y losas, que lindaban con la arena. Todo estaba vacío, triste, y una música lejana luchaba con sus ondas, contra la fricción de las gotas que las nubes arrastraban en su interior como bombarderos. 

No recuerdo bien el tiempo que transcurre desde que comencé este periplo, pero los cálculos apuntan ya a unos tres meses de bagaje. Tengo una absurda obsesión, que es ponerle música a los lugares, y no tenía decidido nada aún, pero esos tonos que me alcanzaban, eran perfectos para este lugar. Sigo esta tradición desde que mi estatura no alcanzaba hasta mis hombros actuales. De una vieja mecedora destartalada, con su pintura azul cielo y barniz descorchado, un recuerdo que perdura en mi mente, y perdurará toda mi vida, porque ese era el instrumento, un metródromo, y su músico mi abuela, que dejaba mecerse durante horas. Mientras sus cuentos inundaban mi mente, solía contarme siempre los mismos, pero siempre eran diferentes, siempre especiales.

Esa música recorría mi mente, como si arrojará algo a un túnel, y nunca llegará a tocar fondo. Todo estaba mojado, empapado por la lluvia, yo estaba empapado, y la música sonaba empapada, mojada, húmeda, bañada en algo que transmitía su pesar, un pesar que golpeaba con cada pequeña gota. Una sola no deja huella, pero un centenar te puede matar, despojarte y trasladarte. Continué mi camino, un camino que me dirigía sin previo aviso hacia el lugar responsable de este estupor, de este color azul cielo, que poco a poco se transformaba en un azul oscuro. El mar dejaba desafiante su fuerza en la orilla, anunciando la llegada de una ola, que a lo lejos se escurría hasta llegar a la orilla. Me detuve para contemplar ese mágico espectáculo, incluso el océano, con su grandeza y fuerza, guarda la timidez del que no quiere decir las cosas, que piensa dejándolas aletargadas en sus profundidades, dejando los granos de arena mecerse tranquilos de un lado a otro, arriba y abajo, frotándose entre ellos como amantes que no quieren permanecer juntos. 

Los pasos continuaron, y así llegué hasta el anfiteatro de donde surgía esa apología a la nostalgia, una parada de autobús techada, y en ella, una chica blandiendo un saxofón. No se quien acompañaba a quien, si el saxo a ella, o ella al saxo, pero los dos miraban un horizonte que se escondía en un perfil de agua y cielo. Dos eternos amantes, que nunca llegaran a tocarse. Dos amantes, que inspiran tantas palabras a tantos otros, pero que entre ellos, no existe un lenguaje. Así es como conocí, a baby blue…   CONTINUARA.

sábado, 15 de octubre de 2011

LOS ESCALONES



A Pepe,    que siempre  gritó                                                                      mi  nombre por la ventana.

Hacía casi un mes y medio que su tío y su prima, se instalaron en su casa, con ella y su madre. Vivian en lo más alto del barrio, una gran escalinata empecinada, empedrada y branca, les separaba del bullicio de la ciudad. Una tortura para los días calurosos, y un tormento para los días de lluvia, pero una bendición por su tranquilidad y las vistas de la ciudad. Puedes divisar, todo cuanto den sus ojos, hasta llegar al mar. Las puestas y salidas del sol, no tenían ya ningún efecto enternecedor. Se llama Julia, y siempre le ha gustado vestir con trajes coloridos y estampados. Siempre que convencía a su madre para que le comprara un vestido nuevo, se dedicaba a pasearse por el barrio de arriba abajo, para mostrar su nueva conquista, le encantaba los vestidos con faldas, así cuando ponía un pie delante del otro en cada escalón veía aparecer y desaparecer su piernecita, entre la tela, dirección a casa. 
Los balcones se tendían como sábanas blancas a la diminuta y empinada calle, adornada con una multitud de maceteros, y la también diminuta mesa de madera descorchada, donde las vecinas solían congregarse para jugar sus largas partidas al parchís, o cualquier otro juego que las mantuviera ocupadas, mientras chismorrean de los cotilleos, que acompañan a todo barrio que se precie, ablando de fulanito y fulanita, recetas y demás secretos parentales.
Desde que llegaron a casa su tio y su prima, su madre comenzó a comportarse de una forma extraña, nerviosismo y palabras cortadas a tiempo, justo cuando ella entraba por la puerta del salón. Pero los días pasaban despreocupados. Por lo que le contó su prima unos años mayor que ella, con la que compartía habitación desde que llegó, su tio se quedó sin trabajo hacia un tiempo, y con lo poco que tenían para subsistir, les fue imposible mantener la casa donde vivían, y por esa razón, su madre los acogió en su casa, porque estaba muy preocupada por su padre.
Después de la comida, el sol azotaba con mucha fuerza las paredes de la casa. La digestión se hacía pesada, pero para ella, el tiempo de sueño no existía, como todos los domingos. Bajaba a la placita, donde se congregaban gran parte de sus amigos, y los que no, aparecerían más tarde como de costumbre. El silencio, era el aliado del barrio en esas horas.
Pero ese día, ese día tan caluroso, los grillos dejaron de cantar su vespertina canción de las cuatro, cuando un grito ahuyentó, hasta las palomas de sus refugios. El grito de una joven, que venía de lo más alto de las casa del vecindario, un grito desconocido para muchos, pero familiar para Julia. Un bloqueo despertó en su interior, un bloqueo que le impedía poder moverse del lugar de donde estaba, mientras todos sus amigos, echaron a correr escalones arriba, intentando descubrir de dónde provenía, ese grito de desesperación. Ella por inercia, hecho a correr, al verse sola en la placita. Todos corrían, como una manada que no sabe hacia dónde dirigirse, pero Julia, sabía perfectamente que dirección tenía que tomar.
Cuando estaba llegando a su casa, su prima salió corriendo de ella, sus ojos estaban untados en dolor, y gritaba, su nombre – Julia -. Se detuvo frente a ella, y gritó con los ojos desorbitados, algo que Julia no pudo entender hasta que lo repitió otra vez. – Llama una ambulancia -. Julia no comprendía que ocurría, y se quedó frente su prima, abstraída, petrificada como una estatua, una estatua que lo mira todo, que ve todo y nada. Su prima salió disparada escalones arriba, y entró en la casa. Al cabo de unos segundos, un espacio de tiempo tan inmenso, que Julia, creía haber olvidado lo que le gritó su prima, su querida prima.
Arrancó a correr escalones abajo, sin ninguna dirección, perdida en una calle de una sola dirección. Todos los vecinos estaban asomados, sujetando los escalones que temblaban al paso de Julia, que los azotaba con sus zapatos de charol. No sabía dónde encontrar una ambulancia, no comprendía la petición desesperada de su prima. Las caras se sucedían en cada escalón, todas conocidas, familiares desde que ella tenía uso de razón. Se detuvo, el pulso era un volcán que estaba bombeando su fuerza, fuera de su corazón, y su corazón el centro de toda frustración. – una ambulancia -, gritó.
Una vecina, una figura oscura se acercó y la agarró con fuerza. – tranquila, ya está avisada -. Y así, su corazón paso a un estado de hibernación.
Al cabo de unos minutos, pudo ver como transportaban a su tío, unos sanitarios, escaleras abajo. La imagen transcurrió tan lenta en su retina mental, que era, casi como si estuviera volando, suspendido en una sábana, que se mimetizaba con las paredes y escalones del barrio. Y desaparecía en la inmensidad, para no volver jamás.

P.D: Gracias por la foto.

miércoles, 5 de octubre de 2011

TRESCIENTOS SESENTA GRADOS

Fumaba tabaco negro, y tenía una extraña y curiosa costumbre, en cada cierto número de pasos, hacia un giro de trecientos sesenta grados, sobre si mismo. Daba igual el lugar y el momento en que se encontrara.

Por esa época, yo trabajaba en un almacén, muy cerca del bar que él frecuentaba. Todos los días, al pasar frente el bar Mar y sol, es un nombre que me gusta para un bar, son dos palabras con mucha vida, quizá por esa razón, él siempre pasaba horas sentado en su terraza, fumando tabaco negro, y viendo pasar la gente. Nunca escuche su voz, ni logré verlo sin su característico cigarrillo blanco rendido entre sus dedos amarillentos, o su boca agrietada, y dientes carcomidos.
Era alto, con morfología de palo, canoso y con nariz aguileña. Su piel seca y poco tratada, incluso estando tanto tiempo en la terraza del mar y sol, su piel era incapaz de coger ningún tipo de color.
 Sus ojos inexpresivos, apagados por la monotonía, siempre avistando el infinito, en ninguno de los momentos que me crucé con él, pude advertir una mirada cruzada, un abismo de interés por quien se cruzaba por su vida, todas las mañanas, él siempre con su fatigada mirada al horizonte. Creo que se llamaba julio, y parecía que un extractor de muerte, estuviera chupándole la vida, cada día que pasaba, así desde el día que lo vi por primera vez, hasta el día que deje de verle para siempre.
Y las pocas veces que lo vi andar, iba curvado, como si estuviera cargando con un gran peso, o si lo hubiera hecho durante tanto tiempo, que el cuerpo se le pudo deformar, en forma de arco.
Un día, no recuerdo cual, pasé por la terraza del mar y sol, y él, ya no estaba sentado, la cosa no me preocupó mucho, hasta el segundo día, que al pasar, tampoco pude verle. Al día siguiente, salí un poco antes de lo normal de casa, para poder sentarme en la terraza del mar y sol y desayunar tranquilo, no con mí costumbre del desayuno del astronauta, comer de pie. Me pedí, esta vez sentado, mi desayuno de costumbre, el desayuno que solía comer en casa, una buena taza de café, para despertar el día, y una tostada con aceite y sal, cuando el camarero  dejo la comanda sobre la mesa, aproveche para preguntarle, y sacar esa duda transformada en inquietud, que recorría mi mente. – Perdone, sabe un hombre que siempre estaba sentado por aquí en la terraza, un hombre alto, que fuma tabaco negro-, no sabía cómo explicarle mejor. 
Se quedó pensando tan solo unos segundos, -¿el hombre reloj?-, contesto. 
 -¿el hombre reloj?-, conteste yo,  mirándole con cara extraña. 
– si el hombre que giraba como si fuera una aguja de reloj sobre si mismo, es un apodo cariñoso que le pusimos los camareros-. 
 –si ese, ¿sabe algo de él?, hace tiempo que no lo veo -.
– ¿No se ha enterado?,-su cara se transformó en algo que no quería ser dicho, - pues el otro día le atropelló un coche aquí mismo, en esa esquina de ahí. Por lo visto cruzaba por el paso de cebra, cuando comenzó a hacer un de sus giros de trescientos sesenta grados, y el coche dobló la esquina rápidamente, y justo él estaba en las seis con respecto al coche, y no pudo percatarse de él, hasta que ya estaba sobre el capó-.

martes, 4 de octubre de 2011

DANIELA


En el bar de costumbre, donde disfrutaba diariamente de mi café de las cuatro, y las líneas robadas del libro de turno. Me fijé en un anuncio que colgaba en la pared, entre muchos otros anuncios, y en él ponía.
<< Soy una chica de ven ti dos años, estudiante de teatro. Soy muy responsable, divertida y con mucha experiencia con niños. Hablo Ingles, Francés y Castellano. Estoy disponible todas las tardes. Quien lo desee, puede llamarme a este número. Firmado Daniela. >>. Y en pie de página, cortado en tiras, un número de teléfono, junto su nombre en cada uno de los trozos de papel, Daniela.

Daniela, me gustaba el nombre. Y sin darme siquiera cuenta, ya había arrancado una de esas tiras con su nombre, seguido de una consecución de números. Y mientras lo guardaba en la solapa del libro, mi primer pensamiento fue, -si yo no tengo niños-. Pero aun así lo guardé, y continué leyendo el libro, que se convirtió sin querer en una caja fuerte.

Revisé las líneas intentando descifrar en cuál de ellas me quedé, y me dí cuenta que estaba totalmente perdido. Había perdido el hilo por completo, y tuve que retroceder una página completa para continuar con mi narrativa interna.
Cuando descubrí la parte perdida del libro, como si mecánicamente, sin contribuir de ninguna forma a ello, mi mente viajó, como si en una barca montara mi perseverancia a la lectura, y una ramificación del rio por donde fluía Daniela. Parecía como si el simple nombre de Daniela, fuera más poderoso que la fluida lectura del libro. Y así me desviaba el pensamiento. Las palabras del papel, desaparecían de mi mente y el intento de crear una imagen de Daniela, cobraba mas interés que cualquier otra cosa. 

- ¿Cómo será?-. Tan solo por el nombre comencé hacerme una imagen de lo que podría ser un boceto de ella. No podía ponerle color, ni a su piel, sus ojos, su pelo. Pero por el nombre, podía deducir que era Francesa, ya que, como decía en su breve currículum, hablaba francés, y lo escribió en primer lugar, y ese pequeño detalle, junto su nombre, parece lo más común. Y así abandone por completo la historia escrita, para viajar por mi propia historia ficticia. Así fueron pasando las horas que acontecieron a los días, y mi inquietud, creía de la mano con ellos.

Noté, como mi aptitud hacia las cosas cotidianas, me asqueara. Como dejara que el tiempo pasará, y yo tranquilo ante él. El simple hecho de no coger el teléfono cuando sonaba, se convirtió poco a poco en una costumbre, y me enfadaba como un niño, cuando no dejaba de sonar, en esos momentos sí que deseaba descolgarlo, y gritarle a quien estuviera al otro lado, que me dejara en paz, que no tengo tiempo para él, que estoy muy distraído pensando en Daniela, y como será.

Consciente de mi desaliño con el mundo, intenté trazar un plan para poder “intentar”, controlar esta situación. Conocerla, poder saber algo mas de ella. He estado mucho tiempo pensando y pensando, pero aunque no me vea un tipo de acción, esta vez tenía que poner algún medio, o pies en polvorosa a este pensamiento que me estaba robando la vida. Me obsesioné, con algo que no podía controlar, algo tan efímero, como un anuncio en un papel, colgada entre tantos otros anuncios, que no decían nada.
 
La decisión es sencilla, tan solo tenía que coger el pedazo de papel que arrugado de tanto mover de un lado a otro, agarrar esa maldita máquina, que ahora me daba pavor, el teléfono. Marcar un número tras otro, y esperar que contestaran, para poder decir… el qué, que voy a decir, no tengo excusa para llamar. Tampoco quiero que piense que soy un loco, un trastornado, alguien que no ha tenido vida desde que por fortuna, o sin ella, encontró un anuncio durante su hora del café. No tengo niños, ni conozco a nadie que los tenga, para poder recomendarla. Pero la respuesta estaba todo el rato delante de mía, podría decirle que no tengo niños, pero si muchas ganas de aprender francés, -sí, esa es la excusa perfecta-, me decía una y otra vez, mientras empuñaba el arma letal, la llave que abriría la puerta de la cordura. Marqué lentamente los números, con la torpeza de quien está enfrentándose a un temor.

Termine de marcar el último número, y esperé que sonara el teléfono. Cuando sonó el primer pitido, resonó tan fuerte en mis oídos, que mi primera reacción, fue colgar rápidamente, pero algo detenía mi mano. Como si mi mano se convirtiera en un imán muy potente, un imán polarizado con el polo opuesto del telefono. Siguió sonando, dos, tres veces, y nadie contestaba, cuando los pitidos se cortaron, y una voz femenina pronunció unas palabras, las cuales no pude escuchar con claridad, ya que todo parecía hueco, como con eco.   
-Hola-, contesté insulsamente. 
-He visto tu anuncio en la pared de un bar mientras tomaba un café, y me preguntaba, ya que sabes francés, si podrías impartirme alguna clase, estoy muy interesado aprender el idioma-, lo solté de tal forma que a medida que decía una palabra, no recordaba la anterior. Se hizo un silencio, y por fin escuche la voz, esa voz con la que había fantaseado desde hacía un tiempo. Se denotaba su acento francés, un cosquilleo de victoria recorrió mi cuerpo, eso hizo crear un sentimiento de acercamiento por mi parte, como si todo lo que hubiera imaginado de ella, fuera real. Y fui tranquilizándome. – ¿Como? -, contesto la voz por el auricular algo aturdida. 
No savia que contestar, los nervios, no recordaba que es lo que le dije, tan solo recordaba, es que quería aprender francés. – ¿Eres, Daniela? -, - Si, soy yo -. – buenas, me llamo Juan, y el otro día encontré un anuncio en un bar, que ponía que hablabas francés, y yo quiero aprender francés. Te llamo por si estarias interesada en impartirme alguna clase entre semana, alguna tarde, bueno, soy flexible con el horario -, no podía creer lo que había hecho, ni dicho. 
– Pero es que no doy clases, el anuncio es para cuidar niños -. – Ya, pero pensé que si quisieras, ya que sabes francés, no te importaría darme alguna clase -. Permaneció en silencio un rato, un rato diminuto, pero como un gigante para mí, y continuó. – Lo siento mucho, pero no estoy interesada -. Y así, colgó el teléfono.